Después de tres semanas sumergido en una gran ola, de esas que a veces trae el mar de la vida metiéndote un buen capuzón, salí a flote, aún sin saber ni cómo.
Me vi de pronto, al final de mi jornada laboral, en un espacio atemporal lleno de paz. Mire de reojo la ventana y alguien o algo me dijo por dentro: “¡escapa!”.
Repasé mentalmente mi eslabón en la cadena social y vi, en cero coma dos segundos, que tenía coartada para dos horas.
El siguiente recuerdo fue el de levantar la cremallera de la chaqueta, abrochar el casco y salir zumbando del pueblo, alejándome de sus cosas y sus murmullos.
El sonido del asfalto se tornó danzarín con el crepitar de la leve arenilla del camino, y pronto, cambió por ese golpe sordo producido por el choque entre la rueda delantera y la piedra ya pulida, perpetuada en la empinada cuesta, rota y vendida al reguero, de esas que tanto exige de pulmón y gemelo.
El aire fresco de enero en la garganta. Entre luces de tarde. Viñedos durmientes abajo, tomillos asidos a las lomas, y el pinar aquí y allá, entre generosos tramos grises de roquedo desnudo. La primera sonrisa solitaria en días. “De lujo”, fue lo que entonces ese alguien o algo, me dijo entre medias por dentro.
Tija pija de imanes en posición intermedia. Ésa que no es sino la antesala del senderazo que pica hacia arriba. Como el que viene a continuación: pedregoso, hiriente y bello a partes iguales. El típico sendero que si no se pone del todo de malas pulgas, te deja exhausto y satisfecho al cincuenta por ciento, una vez coronas arriba.
Cuando el pulso vuelve al sitio, y el aliento pide que subas la braga del cuello, le metes justo al dedo índice derecho cuatro veces al mando de arriba. Cadencia justa para no quedarte enganchado. Cuerpo encontrando el punto allí donde el supermanazo acecha. Bailando en una danza sin música, sin espectadores, sin entradas que pagar.
Una danza hechizada por ese alguien o algo, que ahora, te mantiene alerta sin decirte nada.