No aparecerá en las crónicas de los diarios deportivos de mañana, ni nadie hablará de su hazaña salvo en esta corta reseña. No le importa en absoluto, pero él sabe que sí, que lo de hoy es toda una proeza personal. Para el resto del mundo algo tremendamente insignificante, que puede ni haber sucedido.
Aquella madrugada se sintió atrapado. Se imaginó en un rincón de la habitación, encogiéndose en el suelo, y apretándose las piernas con los brazos, mientras estas seguían encadenando un mensaje tras otro llegado desde lo más directo del cerebro, indicando una arbitraria vía de escape. Tenía la mirada perdida, su voz se ahogaba entre sollozos… pensaba que había caído nuevamente en la locura inentendible.
Cayó al pozo.
Nadie de nosotros podrá alcanzar a entender lo que le pasó exactamente, pero andaba a merced de las idas y venidas dictatoriales de una mente autoritaria, que llevaba ya unos meses haciéndose con el timón del barco, y poco a poco acabó yendo a la deriva.
Sin embargo, la complicidad de quienes siempre lo habían arropado fue la clave para poder parar y repensar el rumbo. Eso y el azar. Cuatro letras que están ahí unas cuantas veces en la vida, generando inflexiones y posibles retornos.
La química pone de su parte, pero la física y la filosofía son las dos ruedas del ciclismo en la montaña, así que con esmero empezó a pedalear, poco a poco, arropado ya digo, entre su gente que siempre está presta a dar palmas en las subidas.
Las palmas continuaron durante buena parte del puerto, aunque cada vez llegaban con menor intensidad. Estaba centrado, ahora le tocaba a él. Lo sabía y lo tenía bien claro. Un pozo de nieve, corrales abandonados, zonas incendiadas reverdeciendo de nuevo, la potencia señorial de añejos troncos, arroyos de montaña, pinares, lastonares, fresnedas lejos de sus galas otoñales viviendo su propio verano, y la roca gris del objetivo cada vez más cerca.
La física parecía engrasada, aunque exigir, exigía lo suyo.
La filosofía aparecía llena de herramientas, lecturas y una voz que susurraba continuamente: yo tan solo soy el dedo que te guía.
Cada vez más convencido de sí mismo, la mueca del no puedo, cedía a la media sonrisa que aparece cuando uno mismo se da cuenta que todo es posible, y es entonces cuando se descabeza una a una al monstruo de las mil caras, a base de disipar los miedos, de equilibrar la balanza entre lo que uno piensa y lo que sucede realmente, y de verse acompañado de personas, situaciones, lugares y ganas de vivir, abonado a la lucha sí, pero no envuelto en la tragedia autoimpuesta no sabemos muy bien por qué.
Y ahora sí, entramos en tu lugar seguro, resonó a sus adentros, y allí alcanzó la cima. Coronó la tierra donde se deshacen las pesadillas, donde todo adquiere forma, el lugar donde se cerró el ciclo iniciado en una habitación oscura, transformada ahora en farallón pétreo, en poderoso resurgir.
Dicen los vencejos que después de abrir los ojos, ya no hubo tiempo para más, que tocó apretar los dientes y descender por el filo calizo entre carrascas y fresnos. Descender a la vida cotidiana, que no es lo mismo que hundirse en ella.