TUGURIOS DE ARTE

Hay lugares donde se arreglan y nacen bicicletas que darían para escribir una wikipedia entera. Son sitios que rezuman arte, que albergan fanatismo ciclista por todos sus rincones. Espacios donde la bici es la excusa para sentir todo lo que la rodea. Aquí se vive la amistad, la familiaridad, envueltas en sórdidos golpes sacando una dirección, o bajo el sonido celestial de un buje trasero casi perfecto.

Tugurios que saben al sudor de tu propia frente, y al mojito a las tantas de la madrugada entre montajes infinitos antes de las vacaciones, a prisas, con ganas de estrenar antes de las pirenaicas, y al fragor de un vecindario de barrio obrero, de ventanas abiertas que dejan escapar películas, y las risas de los pakistaníes que regentan el turco de la esquina.

Templos que aguardan la liturgia de quien se sabe todas las oraciones que conducen al milagro, obrado en forma de bici completa comprada a pedazos y unida en una sola alma. Sacerdotes, qué digo sacerdotes… ¡obispos! del manejo de las herramientas, que reparten hostias como panes capaces de redimir cualquier pecado y elevarte a las alturas.

Lugares a los que acudimos aquellos que nacimos poco agraciados en la mecánica, que no sabemos de bicis en realidad, pero que tenemos el teléfono de quien sí, y a él encomendamos miles de kilómetros aún por dibujar, con la paciencia del mecánico, del artista, del amigo, del primo.

Bueno, voy a dejar el teclado, es hora de retirarse a la piltra y bajar la pantalla, que hoy me suena a ese cerrar metálico del tugurio donde se cuecen además de bicis guerreras, auténticos sueños de libertad y otro tanto de esperpento.

Apretón de manos. «Eres un jrande«. «Agur hermano«. Sonrisas en los labios. Joder, ¡qué bonita está la Luna y qué rodar tiene este acero!.

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